Chávez, carisma y represión

Daniel Romero Pernalete

Hugo Chávez se asomó a la historia de Venezuela montado en su carisma. Encontró un país en bancarrota política. Y un pueblo nadando en frustraciones. Ofertó su rebeldía y su responsabilidad en un país donde ni la una ni la otra eran mercancía de común circulación. Mucha gente enganchó sus ilusiones a la boína del recién llegado. Amarró sus emociones al verbo accesible e irreverente del nuevo caudillo.

El pueblo llano vio en Hugo Chávez un redentor capaz de enderezar seculares injusticias. Capaz de cancelar la deuda social acumulada en casi doscientos años de vida republicana. Luego vinieron los éxitos, con o sin razón atribuidos al líder. Las elecciones. Los dólares del petróleo. Más elecciones. El vedettismo internacional. Más elecciones. Las limosnas organizadas. Mas elecciones… La devoción por el líder se hizo ancha y honda.

Pero la nave a la que el pueblo ató sus esperanzas se fue tornando cada vez más pesada. Le hicieron lastre la ineptitud y la soberbia del capitán. Su desorden ideológico. Su megalomanía sin límite. Le hicieron lastre las malas mañas de buena parte de la tripulación, más preocupada por su faltriquera que por el país. Más interesada en adular que en construir... La gente ahora siente que la nave no avanza. Más bien parece hundirse.

El carisma de Chávez se ha ido corroyendo. Porque el carisma es un fenómeno de relación, no una cualidad que se tiene desde siempre y para siempre. La efervescencia y el deslumbramiento han venido pasando. Las necesidades siguen ahí. La frustración ha regresado. No ha habido efectiva respuesta a las demandas. El ídolo tenía patas de barro. Ya no cautiva: ahora engaña. Ya no responde: ahora regaña. Ya no asume las responsabilidades: ahora las evade. Ya no es líder por que su gente lo siente sino porque él mismo lo proclama.

El poder carismático de Chávez se ha ido disipando. Viene cediendo el paso, como mecanismo de influencia, al poder formal. Al poder que da su condición de jefe de todo. Al poder para recompensar la incondicionalidad. Y, sobre todo, al poder para castigar al adversario.

Ya no se trata de convencer: se trata de intimidar. No se trata de que el país escuche: se trata de que no hable. Selectivamente por ahora. Se trata, a la usanza realista del Siglo XIX, de mostrar algunas cabezas representativas para asustar a residentes y a visitantes: Patricia, Napoleón, Azócar, Ybéyise, Marianella. Se trata de que uno ponga sus barbas en remojo.

Si el silencio no se hace, se multiplicarán mordazas y cepos. Se tupirá el tejido de la red. Para que en ella queden atrapados los peces grandes y los peces chicos. Para que allí se asfixien la inteligencia y el decoro. De éste y del otro color, se advierte.

Para conjurar la angustia, uno se aferra a la tradición de que este pueblo orejano no acepta bozal ni gríngola.

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