El menú que otros preparan

Por Daniel Romero Pernalete

Los partidos políticos venezolanos cargan con la culpa de cualquier cosa. Se les acusa de pavimentar la vía que nos condujo a Chávez. De secuestrar el derecho de los ciudadanos a decidir. De pervertir la política. De espantar los sueños y ahuyentar a la gente. Casi todo el mundo se cree con derecho a lapidarlos. Se les enjuicia por los pecados que han cometido y por los que no. Es casi un deporte que se practica en cualquier medio. Despotricar de ellos como que da caché. La historia, sin embargo, ha ratificado una y otra vez que sin partidos políticos fuertes la democracia no pasa de ser una mera ficción.

Al emitir juicios contra los partidos políticos se comete con frecuencia un error de percepción. Se iguala el papel de las organizaciones partidistas con la actuación de algunos de sus dirigentes. Se confunde la torpeza del jinete con la naturaleza de la cabalgadura.

En efecto, muchos dirigentes de nuestros partidos han cometido errores. Errare humanum est. En no pocos casos, convirtieron a los partidos en casas de empeño. En centro de oscuras maniobras y sospechosas negociaciones. Han alejado al ciudadano común de la lucha partidista. Aquél termina refugiado en una mullida indiferencia, interrumpida apenas por un incendiario discurso de sobremesa, alguna pedrada intelectual por las redes sociales o una mentada de madre frente al televisor. Pero de allí no pasa. Uno termina deambulando plácidamente por su zona de confort.

El error de percepción conduce a un error de actitud. Cuando algún partido quiere lavarse la cara, se piensa que el agua y el jabón ya están contaminados. Cuando algún otro está rompiendo el cascarón, se supone que la criatura viene con deformaciones congénitas. Cuando una organización de la sociedad civil busca reactivar el entusiasmo por la política, se la ve como hechura de ilusos… Cualquier justificación parece buena para no comprometerse.

Que cuatro de cada diez venezolanos se abstenga en toda elección es síntoma de una fatal indiferencia. Y no es excusa el hecho de que en otros países suceda lo mismo. Dejamos que otros decidan por nosotros. Aunque la acción del gobierno nos afecte a todos. Nos montamos en un barco con capitán y carta de navegación que otros escogieron. Ya habrá tiempo de caerles a pedradas, pensamos. El país, mientras tanto, continúa su marcha indetenible hacia nadie sabe dónde.

En el interior de los sectores democráticos, el panorama no es menos gris. Todo el mundo clama por elecciones primarias para escoger candidatos a cualquier cargo. Hacemos gárgaras con la participación. Nos rebelamos contra las decisiones impuestas por los partidos políticos… Pero a la hora de manifestar nuestra voluntad, preferimos quedarnos en casa. Viendo el juego desde las tribunas. Y, por supuesto, cuestionando a los jugadores, a los mánagers y al árbitro. Argumentamos que votaremos por cualquiera que salga electo en las primarias. O nos abstenemos, que es más chic. O sea, nuevamente, dejamos la decisión a unos pocos. Al final, para las elecciones definitivas, asistiremos a un almuerzo en el que se sirve un menú que otros prepararon.

Hay dos tareas complementarias que partidos, organizaciones de la sociedad civil, y grupos organizados de electores tienen por delante: repensarse y fomentar la participación. Dotar a la política de una dimensión ética. Motivar a la gente a salir de la zona de confort. A practicar ciudadanía... El agua turbia de un proyecto atrabiliario, militarista y antidemocrático, está lamiendo los pies de todo el mundo. Esa agua descompuesta se ha llevado vidas, bienes, proyectos, futuro. Estamos obligados a achicar juntos. No queda de otra: o nos salvamos unidos o nos ahogamos de a uno. La indiferencia, en este caso, es una mala decisión.

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