Idiota no es cualquiera
Daniel Romero Pernalete
Idiota no es cualquiera. Se necesita vocación y entrenamiento. Sea cual sea el empaque. Porque hay varias clases de idiotas: los invisibles y los que encandilan. Los inodoros y los que apestan. Los insípidos y los que empalagan.
Hay idiotas con toga e idiotas con botas. Hay idiotas de reciente cosecha y los hay añejados. Hay idiotas por conveniencia y hay idiotas por convicción. Todo idiota, sin embargo, tiene su equipamiento básico: una serie de rasgos peculiares que lo definen y lo separan del resto de la especie.
El idiota típico, por ejemplo, no distingue colores ni matices. Ve el mundo en blanco y negro. Alimenta su discurso con dicotomías. Pobres y ricos. Patriotas y lacayos del imperio. Buenos y malos. Capitalismo y socialismo. Bush y el otro.
El idiota practica el autoengaño. Cree que maneja a los demás… y los demás lo usan. Lo ponen, verbigracia, a dar insultos a un gringo en tierra ajena, mientras el anfitrión voltea su estrabismo para desentenderse. O algún analfabeto presidente, embutido en un poncho, le organiza un acto de adulación para vaciarle la bolsa mientras habla.
El idiota no sabe lo que dice. Usa la lengua pero no el cerebro. Le rinde culto a la consigna. Llama a formar “uno, dos, tres Vietnam”, sin recordar el sufrimiento que un solo Vietnam le causó al mundo.
O grita a todo gañote “Patria, socialismo o muerte”, como opciones alternativas de futuro. Como una amenaza enarbolada a los cuatro vientos, que deja sin espacio a quienes creen en la humanidad, la libertad y la vida.
El idiota no sabe sacar cuentas. Se mira en el espejo y grita “¡Somos dos!”. El idiota, en efecto, asocia a su país con tres países pobres y pequeños… y cree que el imperio está temblando.
Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua se embarcaron en esa aventurilla que es ALBA. Unidos suman unos 50 millones de habitantes. La mitad de los que tiene México. La cuarta parte de los de Brasil. La sexta parte de la población del imperio. Bush no se ha dado ni cuenta de que el ALBA respira.
El idiota no sabe que los demás lo ven. Persigue al hombre de su vida (si no existiera Bush lo inventaría) por toda América Latina, y luego dice que aquél lo anda buscando. Monta un show de bostezos y de insultos en un pequeño estadio de un barrio bonaerense y luego va a dormir en el Sheraton Hotel. Prédica y conducta por distintos rumbos.
El idiota no tiene identidad política. En Argentina se proclamó hijo de Bolívar, de San Martín, de Tupac Amaru, del Ché Guevara y de Perón. Cuando visita Cuba es hijo de Martí. En Nicaragua es hijo de Sandino. En Perú, de Velasco. En la China, de Mao.
Esa mezcla de padres tan disímiles talvez sea responsable del desorden ideológico que el pobre idiota carga entre verruga y ceja.
El idiota prefiere lo parejo. Le tiene miedo a la diversidad. Por eso quiere un partido único donde todos complazcan sus caprichos. Y un pensamiento único que evite la comezón de la disidencia. Y un líder único y eterno, cuyo dedo decida el rumbo el país.
El idiota no asume responsabilidades. La culpa es siempre de otro. Del neoliberalismo. Del imperialismo. De la oligarquía. De los medios de comunicación. De sus ministros, incluso. Es un experto en el arte de lavarse las manos.
El idiota se cree grande porque hay otros idiotas que lo aplauden. El idiota se cree tigre de acero. El idiota no sabe que el acero también se derrite.
Idiota no es cualquiera. Se necesita vocación y entrenamiento. Sea cual sea el empaque. Porque hay varias clases de idiotas: los invisibles y los que encandilan. Los inodoros y los que apestan. Los insípidos y los que empalagan.
Hay idiotas con toga e idiotas con botas. Hay idiotas de reciente cosecha y los hay añejados. Hay idiotas por conveniencia y hay idiotas por convicción. Todo idiota, sin embargo, tiene su equipamiento básico: una serie de rasgos peculiares que lo definen y lo separan del resto de la especie.
El idiota típico, por ejemplo, no distingue colores ni matices. Ve el mundo en blanco y negro. Alimenta su discurso con dicotomías. Pobres y ricos. Patriotas y lacayos del imperio. Buenos y malos. Capitalismo y socialismo. Bush y el otro.
El idiota practica el autoengaño. Cree que maneja a los demás… y los demás lo usan. Lo ponen, verbigracia, a dar insultos a un gringo en tierra ajena, mientras el anfitrión voltea su estrabismo para desentenderse. O algún analfabeto presidente, embutido en un poncho, le organiza un acto de adulación para vaciarle la bolsa mientras habla.
El idiota no sabe lo que dice. Usa la lengua pero no el cerebro. Le rinde culto a la consigna. Llama a formar “uno, dos, tres Vietnam”, sin recordar el sufrimiento que un solo Vietnam le causó al mundo.
O grita a todo gañote “Patria, socialismo o muerte”, como opciones alternativas de futuro. Como una amenaza enarbolada a los cuatro vientos, que deja sin espacio a quienes creen en la humanidad, la libertad y la vida.
El idiota no sabe sacar cuentas. Se mira en el espejo y grita “¡Somos dos!”. El idiota, en efecto, asocia a su país con tres países pobres y pequeños… y cree que el imperio está temblando.
Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua se embarcaron en esa aventurilla que es ALBA. Unidos suman unos 50 millones de habitantes. La mitad de los que tiene México. La cuarta parte de los de Brasil. La sexta parte de la población del imperio. Bush no se ha dado ni cuenta de que el ALBA respira.
El idiota no sabe que los demás lo ven. Persigue al hombre de su vida (si no existiera Bush lo inventaría) por toda América Latina, y luego dice que aquél lo anda buscando. Monta un show de bostezos y de insultos en un pequeño estadio de un barrio bonaerense y luego va a dormir en el Sheraton Hotel. Prédica y conducta por distintos rumbos.
El idiota no tiene identidad política. En Argentina se proclamó hijo de Bolívar, de San Martín, de Tupac Amaru, del Ché Guevara y de Perón. Cuando visita Cuba es hijo de Martí. En Nicaragua es hijo de Sandino. En Perú, de Velasco. En la China, de Mao.
Esa mezcla de padres tan disímiles talvez sea responsable del desorden ideológico que el pobre idiota carga entre verruga y ceja.
El idiota prefiere lo parejo. Le tiene miedo a la diversidad. Por eso quiere un partido único donde todos complazcan sus caprichos. Y un pensamiento único que evite la comezón de la disidencia. Y un líder único y eterno, cuyo dedo decida el rumbo el país.
El idiota no asume responsabilidades. La culpa es siempre de otro. Del neoliberalismo. Del imperialismo. De la oligarquía. De los medios de comunicación. De sus ministros, incluso. Es un experto en el arte de lavarse las manos.
El idiota se cree grande porque hay otros idiotas que lo aplauden. El idiota se cree tigre de acero. El idiota no sabe que el acero también se derrite.
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