Oropeles y engañifas
Daniel Romero Pernalete
Uno ha estado mirando en cierta dirección y ha caminado convencido de que es la correcta. En el trayecto, uno ha tropezado, se ha levantado, se ha sacudido el polvo y ha reanudado la marcha. Uno ha sido testigo, también, de mil y un episodios que desnudan esencias y revelan hechuras.
De todo hay, realmente, en las escaramuzas contra Chávez y lo que él representa. Uno ha visto fantásticos guerreros deponer sus armas y refugiarse en sus particulares intereses, a esperar que otros hagan el gasto político. A sobrevivir instalados en su comodísima indiferencia.
Otros se han orillado para fungir de espectadores. Se han dado un baño de cuestionable neutralidad para juzgar a tirios y troyanos, asumiendo el tono paternal de quien se siente por encima de rencillas menores, de fraternales atajaperros.
Otros se han dejado seducir por prebendas mayores. Y ahora hunden sus brazos hasta el codo en el tremedal del oficialismo para extraer las concesiones que engordan su faltriquera. Como no han podido vencerlos, se han unido a ellos.
Uno se ha encontrado también con algunos que ahora vienen en dirección contraria. Unos, por ejemplo, que han preferido dejarse llevar río abajo porque es más fácil flotar que nadar contra la corriente. Y han terminado por aceptar el cargo o la dádiva que garantiza la flotación.
Otros, más agresivos, se han devuelto destripando políticamente a los antiguos compañeros de viaje. Como queriendo demostrarle al Caudillo que su arrepentimiento va en serio. Como pagando el precio de su acceso al chavismo y a sus privilegios.
Pero hay una estirpe de peligrosos conversos que pretenden justificar el salto con datos y argumentos. Encandilados por oropeles y engañifas, piensan que el país avanza porque las ventas de autos y de whisky han aumentado. O porque se han incrementado las ventas navideñas y los viajes al exterior.
Como si el progreso de un país se midiera por la calidad de las resacas, la concentración de monóxido de carbono en el aire, la cantidad de sellos en los pasaportes o el grosor de las cuentas de los comerciantes.
Buena parte de esas transacciones, hay que decirlo, se hace con dinero que no es producto del esfuerzo creador. Porque proviene de los albañales de la corrupción o de los pantanos del clientelismo estatal. Se gasta, en suma, sin producir, gracias a la por ahora generosa renta petrolera.
La economía venezolana, en el fondo, sigue enferma y débil. Dejarse impresionar por el bienestar artificial del consumismo equivale a evaluar la salud de un paciente a partir de su ostentosa vestimenta.
La otra fuente de confusión y engaño es la oferta renovable del socialismo y la promoción de su nueva herramienta: el partido único, definido por algún desubicado lenguaraz como un instrumento para tomar el poder y entregárselo al pueblo, a través de las organizaciones de base.
Lo que el pueblo no sabe, pero la élite sí, es que tales organizaciones, cuando más, tendrán incidencia en decisiones locales. Las trascendentales continuarán saliendo de Miraflores.
Los organismos de base podrán decidir si asfaltan una calle o construyen una acera. Pero las grandes decisiones económicas y políticas seguirán concentradas en las torpes manos de Hugo Chávez.
Así, uno prefiere seguir nadando a contracorriente. Esquivando palos y pedradas. Junto con otros tercos como uno. Románticos. O pendejos. O todo a la vez.
Uno ha estado mirando en cierta dirección y ha caminado convencido de que es la correcta. En el trayecto, uno ha tropezado, se ha levantado, se ha sacudido el polvo y ha reanudado la marcha. Uno ha sido testigo, también, de mil y un episodios que desnudan esencias y revelan hechuras.
De todo hay, realmente, en las escaramuzas contra Chávez y lo que él representa. Uno ha visto fantásticos guerreros deponer sus armas y refugiarse en sus particulares intereses, a esperar que otros hagan el gasto político. A sobrevivir instalados en su comodísima indiferencia.
Otros se han orillado para fungir de espectadores. Se han dado un baño de cuestionable neutralidad para juzgar a tirios y troyanos, asumiendo el tono paternal de quien se siente por encima de rencillas menores, de fraternales atajaperros.
Otros se han dejado seducir por prebendas mayores. Y ahora hunden sus brazos hasta el codo en el tremedal del oficialismo para extraer las concesiones que engordan su faltriquera. Como no han podido vencerlos, se han unido a ellos.
Uno se ha encontrado también con algunos que ahora vienen en dirección contraria. Unos, por ejemplo, que han preferido dejarse llevar río abajo porque es más fácil flotar que nadar contra la corriente. Y han terminado por aceptar el cargo o la dádiva que garantiza la flotación.
Otros, más agresivos, se han devuelto destripando políticamente a los antiguos compañeros de viaje. Como queriendo demostrarle al Caudillo que su arrepentimiento va en serio. Como pagando el precio de su acceso al chavismo y a sus privilegios.
Pero hay una estirpe de peligrosos conversos que pretenden justificar el salto con datos y argumentos. Encandilados por oropeles y engañifas, piensan que el país avanza porque las ventas de autos y de whisky han aumentado. O porque se han incrementado las ventas navideñas y los viajes al exterior.
Como si el progreso de un país se midiera por la calidad de las resacas, la concentración de monóxido de carbono en el aire, la cantidad de sellos en los pasaportes o el grosor de las cuentas de los comerciantes.
Buena parte de esas transacciones, hay que decirlo, se hace con dinero que no es producto del esfuerzo creador. Porque proviene de los albañales de la corrupción o de los pantanos del clientelismo estatal. Se gasta, en suma, sin producir, gracias a la por ahora generosa renta petrolera.
La economía venezolana, en el fondo, sigue enferma y débil. Dejarse impresionar por el bienestar artificial del consumismo equivale a evaluar la salud de un paciente a partir de su ostentosa vestimenta.
La otra fuente de confusión y engaño es la oferta renovable del socialismo y la promoción de su nueva herramienta: el partido único, definido por algún desubicado lenguaraz como un instrumento para tomar el poder y entregárselo al pueblo, a través de las organizaciones de base.
Lo que el pueblo no sabe, pero la élite sí, es que tales organizaciones, cuando más, tendrán incidencia en decisiones locales. Las trascendentales continuarán saliendo de Miraflores.
Los organismos de base podrán decidir si asfaltan una calle o construyen una acera. Pero las grandes decisiones económicas y políticas seguirán concentradas en las torpes manos de Hugo Chávez.
Así, uno prefiere seguir nadando a contracorriente. Esquivando palos y pedradas. Junto con otros tercos como uno. Románticos. O pendejos. O todo a la vez.
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