Las estrategias del miedo
Daniel Romero Pernalete
Unas semanas atrás, Hugo Chávez se creía invencible. Amenazaba con perpetuarse en el poder si nadie salía a legitimarle un triunfo que él creía seguro. Sus contendores le parecían tan poca cosa que escogió a Bush como contrafigura. El Gulliver de Sabaneta no quería medirse con liliputienses.
Chávez se creía indispensable. Dueño de la voluntad de los venezolanos. Amo de los barrios. Propietario del futuro del país. Ungido de los dioses.
El descontento del país, mientras tanto, había venido creciendo sin brújula. La rabia se empozaba en las conversaciones de sobremesa. La frustración corría sin cauce. La resistencia desordenada no hacía mella.
Las cosas empezaron a cambiar cuando un zulianito animoso le alborotó el avispero. Manuel Rosales empezó a aguarle la fiesta. A llenarle las calles. A alinear voluntades. A señalar caminos.
Empezó por metérsele en los barrios, enfrentando a las pandillas entrenadas por el gobierno para quebrar entusiasmos. Pero Rosales no se arredró. Demostró guáramo como tiene que demostrarse: en esas pequeñas acciones cotidianas (no en ampulosas declaraciones antiimperialistas).
Rosales se negó a jugar con las cartas de Chávez. No respondió insultos ni acusaciones tendenciosas. No dejó que el chavismo le fijara la agenda. No perdió tiempo espantando moscas. Y la gente fue agarrando el paso.
Alzado el vuelo, Rosales y su equipo empezaron a jugar duro. A denunciar y proponer, con un discurso agresivo pero respetuoso. A Chávez le cuesta bregar con la decencia. Perdió la iniciativa. Simplemente reacciona. Se limita a embestir, siguiendo el trapo. Rosales lo está toreando.
El triunfalismo oficialista le dio paso al miedo. Miedo de que los barrios no sean suyos (y por eso las agresiones). Miedo de que los programas de Rosales enamoren (y por eso las ridículas denuncias de discriminación). Miedo de que la gente pierda el miedo (y por eso las amenazas del “si te atreves te arrepentirás”)
El propio Chávez empezó a ladrar retrocediendo y con el rabo entre las piernas. La gente ya conoce esos ladridos… Después quiso inspirar lástima, anunciando el enésimo intento de magnicidio. Pero a la gente lo que le causó fue risa.
Ni pedradas, ni denuncias, ni amenazas, ni ladridos ni quejidos han logrado detener el deslave. Y el desesperado parlachín ha tendido que recurrir a su último cartucho: la sensiblería ramplona.
Ahora el sepulturero del capitalismo mendiga amor en forma de votos. El verdugo del imperialismo se arrodilla para pedir otra oportunidad. El campeón de la guerra asimétrica, el protector del terrorismo internacional, el delfín de Fidel Castro… implora amor. ¡Cosa más ridícula! ¡Jumento eructando flores!
Ahora resulta que el tipo cambió a Carlos Marx por Corín Tellado. Ahora resulta que el tipo nos ama. Como si el amor fuera cuestión de declaraciones y no de acciones. Nadie cree en esos maquillajes de última hora.
Chávez y su comando no dan pié con bola. Nada de lo que hacen parece salirles bien. Es que el miedo es muy mal estratega.
Unas semanas atrás, Hugo Chávez se creía invencible. Amenazaba con perpetuarse en el poder si nadie salía a legitimarle un triunfo que él creía seguro. Sus contendores le parecían tan poca cosa que escogió a Bush como contrafigura. El Gulliver de Sabaneta no quería medirse con liliputienses.
Chávez se creía indispensable. Dueño de la voluntad de los venezolanos. Amo de los barrios. Propietario del futuro del país. Ungido de los dioses.
El descontento del país, mientras tanto, había venido creciendo sin brújula. La rabia se empozaba en las conversaciones de sobremesa. La frustración corría sin cauce. La resistencia desordenada no hacía mella.
Las cosas empezaron a cambiar cuando un zulianito animoso le alborotó el avispero. Manuel Rosales empezó a aguarle la fiesta. A llenarle las calles. A alinear voluntades. A señalar caminos.
Empezó por metérsele en los barrios, enfrentando a las pandillas entrenadas por el gobierno para quebrar entusiasmos. Pero Rosales no se arredró. Demostró guáramo como tiene que demostrarse: en esas pequeñas acciones cotidianas (no en ampulosas declaraciones antiimperialistas).
Rosales se negó a jugar con las cartas de Chávez. No respondió insultos ni acusaciones tendenciosas. No dejó que el chavismo le fijara la agenda. No perdió tiempo espantando moscas. Y la gente fue agarrando el paso.
Alzado el vuelo, Rosales y su equipo empezaron a jugar duro. A denunciar y proponer, con un discurso agresivo pero respetuoso. A Chávez le cuesta bregar con la decencia. Perdió la iniciativa. Simplemente reacciona. Se limita a embestir, siguiendo el trapo. Rosales lo está toreando.
El triunfalismo oficialista le dio paso al miedo. Miedo de que los barrios no sean suyos (y por eso las agresiones). Miedo de que los programas de Rosales enamoren (y por eso las ridículas denuncias de discriminación). Miedo de que la gente pierda el miedo (y por eso las amenazas del “si te atreves te arrepentirás”)
El propio Chávez empezó a ladrar retrocediendo y con el rabo entre las piernas. La gente ya conoce esos ladridos… Después quiso inspirar lástima, anunciando el enésimo intento de magnicidio. Pero a la gente lo que le causó fue risa.
Ni pedradas, ni denuncias, ni amenazas, ni ladridos ni quejidos han logrado detener el deslave. Y el desesperado parlachín ha tendido que recurrir a su último cartucho: la sensiblería ramplona.
Ahora el sepulturero del capitalismo mendiga amor en forma de votos. El verdugo del imperialismo se arrodilla para pedir otra oportunidad. El campeón de la guerra asimétrica, el protector del terrorismo internacional, el delfín de Fidel Castro… implora amor. ¡Cosa más ridícula! ¡Jumento eructando flores!
Ahora resulta que el tipo cambió a Carlos Marx por Corín Tellado. Ahora resulta que el tipo nos ama. Como si el amor fuera cuestión de declaraciones y no de acciones. Nadie cree en esos maquillajes de última hora.
Chávez y su comando no dan pié con bola. Nada de lo que hacen parece salirles bien. Es que el miedo es muy mal estratega.
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