LA "DEMOCRACIA" DE CHÁVEZ
DANIEL ROMERO PERNALETE
Allí estaban los dos. Masajeándose sus egos. En vivo y en directo. El tirano y su heredero. Fidel Castro y Hugo Chávez. El más viejo, trocando adulaciones por petróleo. El otro, babeando lisonjas a cambio del aplauso de la claque. Vividor sin escrúpulos el primero. Necio megalómano el segundo. Empeñados, ambos, en convencer al mundo de que su socialismo es la salvación . La única salida.
El show, en general, fue mediocre y soso. Hasta que Hugo Chávez lo sazonó con una de sus trágicas ocurrencias. Palabras más, palabras menos, señaló que en Cuba no hay dictadura. Lo que hay es una “democracia revolucionaria”. Distinta de la “democracia clásica occidental” que nos fue impuesta.
Afirmación tan estrafalaria sólo puede ser atribuida a las pocas luces que adornan a Hugo Chávez. O a su miopía ideológica. O a ese enfermizo deseo de agradar a su interlocutor. No importan, en última instancia, las razones. Interesa la sustancia.
El contexto y el tono parecen indicar que es ese el diseño que Chávez quiere para Venezuela. Una “democracia revolucionaria”. Como la de Castro en Cuba. Con un partido único que atiende a los mandatos del único jefe. Un partido que maneja todos los mecanismos del Estado. Que también maneja el sindicato único. Y el único periódico. Y la única estación televisiva. Un partido que impone su ideología, la única permitida. Si a la historia nos remitimos, el sistema político cubano tiene más de fascismo que de cualquier otra cosa. Poder centralizado en el jefe, por ejemplo. Monopartidismo. Concepción totalitaria del Estado. Nacionalismo rampante. Desprecio por los derechos humanos. Supremacía de lo militar. Control de los medios de comunicación. Uso del miedo para controlar a la gente. Negación de la libertad sindical. ¡Bonita democracia la que nos quiere vender Hugo Chávez!
Y ni hablar de opciones alternativas. El mandamás cubano lleva medio siglo aferrado al poder. Y no tiene reparos en cancelar la existencia de cualquiera que le haga sombra. La sucesión más bien parece que viene amarrada a la sangre: el segundo en la jerarquía política de la isla es su propio hermano. Su sucesor en el trono. Trono erigido sobre la intimidación, el terror y la muerte.
No me gusta, definitivamente, el tal socialismo cubano. Su “democracia revolucionaria”. Un sistema político que desconoce la división e independencia e poderes. Que responde a una sola voluntad. Un sistema donde disentir es un delito que se paga con la vida. Un sistema sin alternativas. Un camino de una sola vía y sin salida. Cualquier logro que en materia de educación o salud mencionen los monaguillos del castrismo es insignificante si se le compara con el alto precio que ha debido pagarse.
Prefiero la otra democracia. La clásica. La occidental. Ese régimen imperfecto pero perfectible que ha presidido los más grandes avances de la humanidad. Esa democracia a la que han retornado muchos países después de las exequias del socialismo real. La que permite la división y el balance de poderes. La que posibilita la alternabilidad. La que garantiza la libertad sindical. Y la libertad de expresión. Y el derecho a disentir. Y el respeto a la vida.
Esa democracia, es cierto, fue prostituída por quienes antecedieron a Chávez. De tal forma que el fracaso que nos llevó hasta él no fue el de la democracia “clásica y occidental”. El fracaso fue de las élites gobernantes. No puede atribuirse al caballo la torpeza del jinete. La democracia “clásica y occidental” sigue teniendo plena vigencia. Sus principios básicos se mantienen. Esos mismos principios que estorban a Chávez. Porque ponen coto a sus desquiciadas ambiciones. Por eso quiere sepultarlos.
Con todas sus imperfecciones, me quedo con la democracia occidental y clásica. La que hoy puede ser enriquecida con los aportes de las nuevas tecnologías. Y nutrida con savia renovada. Una democracia que se encuentre con la eficiencia. Que no esté reñida con la transparencia. Una democracia cuyo fin esencial sea el bienestar individual y colectivo. La prefiero. Una y mil veces.
24.08.05
Allí estaban los dos. Masajeándose sus egos. En vivo y en directo. El tirano y su heredero. Fidel Castro y Hugo Chávez. El más viejo, trocando adulaciones por petróleo. El otro, babeando lisonjas a cambio del aplauso de la claque. Vividor sin escrúpulos el primero. Necio megalómano el segundo. Empeñados, ambos, en convencer al mundo de que su socialismo es la salvación . La única salida.
El show, en general, fue mediocre y soso. Hasta que Hugo Chávez lo sazonó con una de sus trágicas ocurrencias. Palabras más, palabras menos, señaló que en Cuba no hay dictadura. Lo que hay es una “democracia revolucionaria”. Distinta de la “democracia clásica occidental” que nos fue impuesta.
Afirmación tan estrafalaria sólo puede ser atribuida a las pocas luces que adornan a Hugo Chávez. O a su miopía ideológica. O a ese enfermizo deseo de agradar a su interlocutor. No importan, en última instancia, las razones. Interesa la sustancia.
El contexto y el tono parecen indicar que es ese el diseño que Chávez quiere para Venezuela. Una “democracia revolucionaria”. Como la de Castro en Cuba. Con un partido único que atiende a los mandatos del único jefe. Un partido que maneja todos los mecanismos del Estado. Que también maneja el sindicato único. Y el único periódico. Y la única estación televisiva. Un partido que impone su ideología, la única permitida. Si a la historia nos remitimos, el sistema político cubano tiene más de fascismo que de cualquier otra cosa. Poder centralizado en el jefe, por ejemplo. Monopartidismo. Concepción totalitaria del Estado. Nacionalismo rampante. Desprecio por los derechos humanos. Supremacía de lo militar. Control de los medios de comunicación. Uso del miedo para controlar a la gente. Negación de la libertad sindical. ¡Bonita democracia la que nos quiere vender Hugo Chávez!
Y ni hablar de opciones alternativas. El mandamás cubano lleva medio siglo aferrado al poder. Y no tiene reparos en cancelar la existencia de cualquiera que le haga sombra. La sucesión más bien parece que viene amarrada a la sangre: el segundo en la jerarquía política de la isla es su propio hermano. Su sucesor en el trono. Trono erigido sobre la intimidación, el terror y la muerte.
No me gusta, definitivamente, el tal socialismo cubano. Su “democracia revolucionaria”. Un sistema político que desconoce la división e independencia e poderes. Que responde a una sola voluntad. Un sistema donde disentir es un delito que se paga con la vida. Un sistema sin alternativas. Un camino de una sola vía y sin salida. Cualquier logro que en materia de educación o salud mencionen los monaguillos del castrismo es insignificante si se le compara con el alto precio que ha debido pagarse.
Prefiero la otra democracia. La clásica. La occidental. Ese régimen imperfecto pero perfectible que ha presidido los más grandes avances de la humanidad. Esa democracia a la que han retornado muchos países después de las exequias del socialismo real. La que permite la división y el balance de poderes. La que posibilita la alternabilidad. La que garantiza la libertad sindical. Y la libertad de expresión. Y el derecho a disentir. Y el respeto a la vida.
Esa democracia, es cierto, fue prostituída por quienes antecedieron a Chávez. De tal forma que el fracaso que nos llevó hasta él no fue el de la democracia “clásica y occidental”. El fracaso fue de las élites gobernantes. No puede atribuirse al caballo la torpeza del jinete. La democracia “clásica y occidental” sigue teniendo plena vigencia. Sus principios básicos se mantienen. Esos mismos principios que estorban a Chávez. Porque ponen coto a sus desquiciadas ambiciones. Por eso quiere sepultarlos.
Con todas sus imperfecciones, me quedo con la democracia occidental y clásica. La que hoy puede ser enriquecida con los aportes de las nuevas tecnologías. Y nutrida con savia renovada. Una democracia que se encuentre con la eficiencia. Que no esté reñida con la transparencia. Una democracia cuyo fin esencial sea el bienestar individual y colectivo. La prefiero. Una y mil veces.
24.08.05
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